La estela de un recuerdo by Almudena de Arteaga

La estela de un recuerdo by Almudena de Arteaga

autor:Almudena de Arteaga [Arteaga, Almudena de]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2015-01-01T05:00:00+00:00


Y añadió:

—Don Cipriano me ha guiado con sus sabios consejos y, si todo va bien, muy pronto ingresaré en el convento de las jerónimas de la calle Lista. Tengo la intención de tomar los hábitos en el mes de la Virgen.

Miró a Rafa.

—Puedes venir, si quieres, a mi ordenación.

Rafaela sonrió.

—No faltaré.

Borja supo entonces que, con solo dos palabras, la niña de sus ojos se la había ganado. Los cuatro regresamos al salón, donde él no perdió la oportunidad de presentársela a mis padres, a nuestra hermana Teresa y a Íñigo.

De regreso a casa, pensativo y callado, escuchó a Elisa comentar la buena impresión que Rafaela había causado a nuestros padres y que los mayores apenas habían sacado a una sola niña a bailar. No añadí nada al respecto, pero esperaba que con el tiempo Borja fuese correspondido por ella como se merecía.

Para sorpresa de todos, acostumbrados a sus suspensos desde no recordábamos cuándo, aprobó a la primera su ingreso en la academia en Salamanca. No sabía aún los resultados de sus exámenes cuando encargó el uniforme. Pendía de una percha fuera de su armario para poder tenerlo permanentemente a la vista.

El día que recibió los resultados le faltó tiempo para estrenarlo y salir a la calle a lucirlo. Íñigo le recordó la recomendación que recientemente les habían hecho, después de los altercados de Alcalá de Henares, de no salir uniformados si no era estrictamente necesario. Allí un grupo de exaltados amenazaron de muerte a los oficiales de caballería y a sus familias, pero a él aquello no le importó en absoluto. ¡Cómo poner cortapisas a todos aquellos sueños de juventud! Desde aquel día, el resto de sus trajes de chaqueta quedaron relegados al olvido más absoluto en un rincón del armario.

Y pasaron las estaciones. Una mañana de finales de septiembre, en uno de sus permisos, salí tras mi hermano pequeño con la esperanza de que hubiese quedado con Rafaela, pero nuestro cadete encaminó sus pasos hacia la calle Carretas para meterse en un oscuro local donde yo no me atreví ni a asomar la nariz.

Ingenua de mí, al principio pensé que quizá habría quedado con aquella pizpireta modistilla que le hacía de pareja en una academia de baile a la que me comentó que asistía. En el segundo piso podía leerse el cartel que la publicitaba.

Estaba a punto de regresar sobre mis pasos cuando me detuve en seco al comprobar que en el mismo portal entraba una mujer sospechosa de latrocinio. Esperé en silencio y a una distancia prudencial para verificar que no era la única. Muy tonta tenía que ser para no darme cuenta de que aquel cartel simplemente era una tapadera para ocultar otro tipo de negocio. Uno de aquellos en los que iniciaban a los jóvenes en todo tipo de artes amatorias para saciar sus apetitos más bajos.

Al principio no quise darle más importancia de la debida, pero no pude evitar preocuparme al comprobar que no había un fin de semana en que no las visitase. Por su asiduidad, debía de haberse convertido en uno de sus alumnos «de baile» más aventajados.



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